miércoles, 25 de abril de 2012

LAS NUBES POR DENTRO Salón de pasos perdidos IV (Andrés Trapiello)

          He tardado en hacerme con él, y mientras, he tenido algún escarceo con Tristana (entiéndase por escarceo, escarceo), y con mi lectura discontinua del Quijote (es el único libro en el que siempre tengo marcapáginas desde hace algunos años, y cuando lo acabo vuelvo a empezar. Me gusta imaginar que cuanda dejo El Quijote en mi mesita un mes sin tocar, están Sancho y su amo esperándome donde los haya dejado, algo parecido a una pausa en el rodaje de una película, quejándose Sancho de la larga espera bajo una encina, sin más alimento que un poco de queso y la bota de vino casi vacía, y don Quijote amonestándole su poca paciencia: "Casos peores pasó este o aquel caballero ante el mago..."
He dejado al pobre Sancho sufriendo la estricta dieta de tortura que le corresponde como gobernador, qué mal lo pasa. Lo siento, le diría yo a Sancho. "Para pasarlo bien hay que pasarlo mal" le diría su amo).

          Llevo unas pocas páginas de Las nubes por dentro y me he dado cuenta de que seguir las lecturas de estos libros es como ver pasar un año con cada uno. Es cierto que no descubro nada, en cada uno viene el año al que corresponden los textos, pero me refiero a algo más:
          Recuerdo que en el huerto de mi tío siempre hubo un cerezo. Pues bien, ahora, desde la distancia creo que es lo que más me gustaba de todo lo que allí había. Y fue (y seguirá siendo) una parte del paisaje y de nosotros mismos. Recuerdo en el duro invierno conquense cuando, desde la casa, veíamos agitarse sus ramas ante uno de esos vientos que vienen con furia, para después por la tarde, pasado el temporal, tomar un café delante del cerezo, un poco zarandeado, pero tranquilo como el resto de familiares, mirándolo de vez en cuando como diciéndole: "¿todavía estás ahí? buen chico, has aguantado como un valiente". En primavera las lluvias finas, extrañamente lentas, como si el agua jugara a quedarse un poco suspendida en el aire; después el olor a tierra mojada acompañándonos durante el paseo que solíamos dar por la tarde. Casi se veía sonreír al cerezo y al resto de árboles, en sus hojas el brillo del sol que reflejaban las minúsculas gotas obstinadas en no caer al suelo. Volvíamos casi de noche, en la hora en que se iba oscureciendo el camino. Si era sábado estábamos contentos, sabiendo todos que el domingo estaba ahí, permitiéndonos dormir más o madrugar sin deber. Si era domingo estábamos más mohínos, con la palabra lunes en la frente.

          Recuerdo también, en el principio del verano, o a punto de comenzar, cuando los mayores de la familia decían que ese año iba a ser bueno, y que íbamos a coger muchas cerezas, "daros prisa y no os durmáis en los laureles que luego vienen los pájaros a comérselas", nos advertían con el fatalismo propio de la gente que ha vivido en tiempos duros. Y todos los años era lo mismo, pero distinto.
          Era distinto respecto nosotros mismos, porque la vida de una persona cambia, pero tampoco eran idénticos los años en aquel árbol. Estaba vivo (y lo estará hoy), y algunos años tenía profundas modificaciones en su forma, en su echar frutos, por el clima...  otros sin embargo eran más leves.
Pues así, más o menos, veo yo estos diarios, como aquel árbol que todos los años repetía los ciclos, pero nunca era igual. Algunas ramas siempre echaban fruto, otras nos sorprendían alguna primavera, cargándose de cerezas. Como las páginas de estos libros. Sin ruido, sin aspavientos, pero ahí, aguantando las inclemencias del tiempo.

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